El Valor de lo Oculto

Bogotá, 22 de agosto de 2025

Imagínate que más de 500 personas tuvieran las llaves de tu casa y pudieran entrar cuando quisieran. Que pudieran mirar lo que comes, lo que ves, lo que lees… incluso cómo pasas tu tiempo libre.


Sería un poco loco, ¿no?

 

Pues, si lo pensamos bien, algo parecido pasa en las redes sociales.

 

No es así para todo el mundo, pero la corriente general nos ha llevado a convertirlas en una especie de versión virtual de nuestras vidas: una ventana abierta a personas de cualquier parte del mundo.

Y aunque, por suerte, podemos decidir qué mostrar y qué guardar, manteniendo ciertas “habitaciones” bajo llave, sigue siendo curioso que gente que nunca hemos visto pueda asomarse a nuestra vida sin previo aviso.

 

Se normalizó tanto tener una vida pública que ni siquiera lo cuestionamos. Pero si piensas que más de 400 personas ven tu video bailando, cantando, besando a tu pareja…y que eso sería el equivalente a que todas ellas estuvieran ahí contigo viviendo ese momento...es absolutamente loco.
 

Al imaginarlo de esta manera tan gráfica, empieza a cobrar más peso lo que compartimos.
 

Yo nunca lo había visto así…hasta hace poco. Y me sorprendió tanto que empecé a cuestionarme todo mi modus operandi en redes.

Tampoco se trata de que se vuelvan tan intensos como yo, pero sí de que empecemos a resignificar lo que publicamos.
 

Por ejemplo, me pregunté: ¿por qué subí esa foto en bikini?
Si soy honesta, no fue por un recuerdo especial ni para inspirar…básicamente tomé la foto solo para redes. ¿Para qué?

 

La cruda verdad: para presumir. Y cuando lo digo así, hasta me da vergüenza jajaja. O sea, ¿por qué querría que un montón de personas vieran mi cuerpo con dos trapos encima? No digo que esté mal, pero mi motivación fue superficial y vacía.

 

Ahora, esta no es una invitación a paralizarse ni a sobrepensar hasta el punto de que cada publicación se vuelva un proceso pesado.

Es simplemente una invitación a resignificar una herramienta con la que nos tocó coincidir en esta vida.

 

Cada uno es libre de usarla como quiera, pero es cierto que, si vamos con la corriente, terminamos posteando sin conciencia. Y que rico sería poder hacer que todo en nuestra vida tenga significado y que nuestras redes sean una extensión sana de nosotros.

 

Tampoco creo que todo deba tener un mensaje profundo. Está perfecto si quieres subir algo solo porque te gustó o te pareció bonito.

 

Me gustaría recalcar que las redes tienen muchísimos lados positivos: pueden ser una herramienta increíble para inspirar, enseñar o conectar. Es hermoso cuando, a través de una pantalla, te encuentras con personas que no conoces y logras resonar profundamente con su mensaje. O cuando, viendo un post, descubres un pedacito más de alguien a quien apenas estás conociendo y eso te regala una chispa de inspiración.
 

Esa magia existe, y vale la pena conservarla.

 

Además de la intención que hay detrás de lo que posteamos, hubo otros factores de las redes que me llamaron la atención: el misterio y el juicio.

 

Sobre el misterio…siento que se ha perdido.
No sé si es porque soy una romántica empedernida, pero me encanta la idea de no saberlo todo de alguien antes de verlo. Que la primera impresión no sea a través de un perfil, sino de una conversación real.


Ya está todo tan explícito en redes que se ha perdido el encanto del descubrimiento.

 

Y sobre el juicio…las redes, sin querer, nos han entrenado a juzgar por la carátula: por la foto perfecta, el setting, el número de seguidores. Pero lo que de verdad importa está en el contenido, y ese contenido vive en lo profundo, no en lo superficial.


De alguna forma, han reforzado nuestra fijación por lo físico. Y sin darnos cuenta, muchas veces evaluamos a las personas por lo que vemos en su perfil: el número de seguidores como símbolo de estatus, lo fotogénico como sinónimo de confianza, lo “aesthetic” como indicador de que es cool…

Y la verdad es que suena tan vacío y desgastante que da pena que sea así.

 

Me declaro 100% culpable de tener todos esos prejuicios guardados en el disco duro de mi cabeza. Pero algo me inventaré para ir bajándoles el volumen. 

 

Al final, no creo que se trate de abandonar las redes ni de convertirnos en fantasmas digitales…sino de recuperar el poder de decidir qué parte de nosotros dejamos que otros vean y qué parte guardamos como un tesoro.

 

Al final, lo más valioso de una historia no es que todo el mundo la conozca, sino quién la escucha y cómo la vive contigo.


Y es que hay algo muy lindo en dejar que ciertas cosas permanezcan solo en la memoria, en las conversaciones íntimas y en los ojos de quienes estaban ahí.

 

No todo lo que brilla necesita ser mostrado; algunos tesoros solo revelan su verdadero valor cuando se guardan cerca del corazón, protegidos del ruido y resguardados en la intimidad de quien los posee.


Gabi

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